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>Quiénes somos>Los camagüeyanos>Fray José de la Cruz Espí: El Padre Valencia.
Ana Dolores García.
Diciembre, 2001.

Esta biografía del Padre Valencia, que preparé a mediados de la década de los años sesenta para la Comisión de Liturgia de la Diócesis de Camagüey, en la cual colaboraba, fue distribuida en una hoja plegable en todas las iglesias de la ciudad. Ha sido reproducida por la revista El Camagüeyano Libre que se edita en Miami, en su número de enero, febrero y marzo, 2001.


Fray José de la Cruz Espí -más conocido como el padre Valencia-, nació en Valencia, España, el 2 de mayo de 1763. Estudió en el Colegio de San Joaquín, que dirigían en dicha ciudad los Padres Escolapios. De él salió -con sólo catorce años- para ingresar en un noviciado franciscano.

Dejó a un lado la halagüeña perspectiva de una carrera brillante y las ventajas que para ello le ofrecía la acomodada posición económica de su familia. Con inquebrantable decisión se propuso dedicar su vida a Cristo y consagrarse sacerdote suyo.

Cumplidos los años del noviciado y una vez pronunciados los solemnes votos, aun antes de su ordenación sus ansias de apóstol lo impulsaron a América. Fue en México, en plena tierra de misión, donde recibió el sello indeleble del Orden Sagrado.

Pronto se le confió al joven sacerdote la capellanía de una región minera. Ya desde entonces comenzó a dolerle la miseria en que vivían sus hermanos, aquellos indígenas que laboraban en las minas. Así nos cuenta uno de sus biógrafos que "todas las limosnas que conseguía las empleaba en mantas de abrigo y diversos utensilios que los indios salvajes pudieran apreciar".

Sin embargo, su labor le parecía muy cómoda comparada con la de los misioneros de las regiones contiguas donde apenas se estrenaba la Palabra de Dios. Pensaba con tristeza en tantos seres para los que era desconocida nuestra redención por Cristo y decidió adentrarse en las selvas de California.

Luego volvió a México y durante siete años esparció su labor evangelizadora en la extensa región de la Nueva España, multiplicando sin descanso sus energías y compartiendo su tiempo entre el púlpito, el confesionario y las visitas a enfermos necesitados. Para él también se habían dicho las palabras de Jesús: "No me habéis elegido vosotros a mí, sino que yo os elegí a vosotros, y os he destinado para que vayáis y déis fruto, y vuestro fruto permanezca, para que cuanto pidiéreis al Padre en mi nombre os lo dé. Esto os mando, que os améis unos a otros…" (Juan 15: 16-17)

Fue en el año 1800 en que abandonó las tierras de México y llegó a Cuba, en cuya capital ejerció por un tiempo su sagrado ministerio. Después pasó a la Villa de Trinidad, situada en el interior de la Isla, en su parte central, en donde continuó su incansable labor apostólica. A esa tarea dedicó todo su entusiasmo, pidiendo de puerta en puerta a fin de levantar la iglesia de San Francisco, en la construcción de la cual colaboró todo el pueblo, no sólo costeando los gastos, sino hasta apaleando cal y arena y transportando ladrillos.

Su predicación fogosa y su ejemplar conducta movieron a los trinitarios a una más fervorosa piedad. Introdujo en la villa la costumbre de rezar por las calles el Ejercicio del Vía Crucis y, aún hoy, las vetustas cruces que permanecen empotradas en algunas de sus calles son elocuentes testimonios del celo apostólico de este humilde religioso.

Sus dotes de orador sagrado motivaron que se le encomendara una Misión en Puerto Príncipe. Pronto se ganó el cariño de los camagüeyanos que ya sabían mucho de sus méritos y virtudes. Durante cinco meses -de agosto a diciembre de 1813- se le oyó en nuestras iglesias. Predicó en La Soledad, en la Iglesia Parroquial (hoy Catedral), en la de Nta. Sra. de La Caridad, en San José (la pequeña iglesia situada en la calle de su nombre), en Santa Ana, en los templos conventuales de La Merced y San Francisco, extendiendo su acción misionera a varias estancias o fincas cercanas a la villa.

Años más tarde volvería a Puerto Príncipe para radicar definitivamente en él. Y aunque recibiera órdenes de trasladarse a otro lugar, las peticiones interpuestas por los vecinos ante el Ayuntamiento y ante los propios Superiores Eclesiásticos dilatarían indefinidamente su traslado.

En aquel Puerto Príncipe del siglo XIX de sobra tendría en qué emplear sus desvelos el buen fraile. Como en México, cuando se ufanaba en aliviar las necesidades de los pobres indígenas, volvió a sentir su corazón henchido de caridad y tristeza al ver el horrible cuadro que presentaban los leprosos, que increiblemente deambulaban por las calles sin tener un lugar dónde recluirse.

A ellos dedicó sus primeros afanes. Trazó los planos del Hospital de San Lázaro, el que todavía perdura convertido en asilo de ancianos y que en homenaje suyo ahora se llama Asilo Padre Valencia.

¿Con qué dineros contaba? Con el Tesoro de la Providencia. Se lanzó a la calle y de puerta en puerta volvió a pedir limosnas. Su palabra movió igualmente las voluntades desde el púlpito. Y poco a poco fue levantando aquella obra en la que es fama que el propio Padre hizo de arquitecto, maestro albañil y peón.

Velaba por todo en el Lazareto: la atención personal a los enfermos, el huerto, el tejar, los víveres. Ya se iba al pueblo pidiendo para sus lázaros, o se ponía a levantar una tapia para cercar los terrenos. Y a más de esto, la ayuda espiritual que prodigaba a cuantos -no pocos-, acudían a él en busca de consejo.

Diariamente, después de decir Misa en San Lázaro, tomaba su jabita y, atravesando el "Paso de Masvidal" sobre el Tínima, recorría toda la calle de Jesús, José y María -hoy Padre Valencia-, en busca de limosnas para sus enfermos. Llegaba a la iglesia de La Merced donde oficiaba nuevamente y seguía hasta el antiguo convento de San Francisco. El regreso era también a pie por la calle del Calvario -luego de Santa Ana y hoy General Gómez-, recogiendo cuanto quisieran darle. Al cabo de ese recorrido, que representaba más de cuatro kilómetros, continuaba su labor en el Lazareto.

Sermones, prédicas… ¿cómo era posible que le alcanzara el tiempo para hacer tantas cosas? ¿Y sus rezos? ¿No oraba? ¿Cómo sería capaz de desarrollar tan magna obra sin el recurso de la oración?

Sí oraba. Y mucho. ¿Cuándo? En las horas que robaba al sueño. Para reponer sus energías le bastaban tres horas diarias. Permanecía hasta bien tarde en la noche en la soledad de su capilla de San Lázaro, hablando con Jesús. En la mascarilla que se sacó de su cadáver a iniciativas de Gaspar Betancourt Cisneros -El Lugareño-, y que todavía se conserva, se refleja el callo que en su frente se formó por tantas horas de postración ferviente, reclinada su cabeza contra el suelo. Y tenía por cama unas tablas, y por almohadas, tres ladrillos. Dando pruebas de una heroica caridad, curaba personalmente las llagas de sus lázaros, y según la tradición las besaba para vencer así su propia repugnancia.

Ya los leprosos contaban con un refugio, pero todavía quedaba mucho por hacer en Puerto Príncipe. También hacía falta un hospital para mujeres, ya que el que había, por ser muy reducido, poca utilidad ofrecía a una población que aumentaba constantemente. Unas pocas camas constituían aquel llamado "Hospital para Mujeres Pobres" que la caridad privada de los principeños mantuvo durante años en la calle de Hospital.

Era indispensable un edificio mayor, convenientemente preparado para tal misión. Pronto se percató de ello Fray José y, con su acostumbrado dinamismo, comenzó la obra. La tarea era ardua, y como cuando el Lazareto, apenas se contaba con nada. Mas no importaba: confiando en el favor divino, el Padre Valencia se repetía: La Providencia es riquísima".

Y construyó el Hospital del Carmen. Y a su lado construyó una iglesia. Y contiguo a ambos, construyó un colegio. Primer plantel religioso que tuvieron las niñas en Camagüey, encomendado a las Madres Ursulinas.

"Dame almas, Señor, que todo lo demás nada me importa". Era su máxima preferida. La que vemos a menudo en sus añalejos o cartillas de rezo. Y en la búsqueda de almas gastó toda su vida. Para ofrecerlas al Señor, ganadas a Su Amor a través del amor suyo.

También se debió a sus gestiones la llegada a Camagüey de los Padres Escolapios. ¿Quiénes mejor que sus propios maestros para educar a la juventud principeña?

Pensando en los peregrinos que se dirigían al Santuario del Cobre, levantó la Hospedería de San Roque -con su ermita- en terrenos aledaños al Lazareto. Fue igualmente obra suya la construcción de un puente sobre el arroyo Las Jatas, próximo también al Hospital de San Lázaro, que resultó de mucho beneficio para los obligados transeúntes de aquel lugar.

Para el Padre Valencia no parecían pasar los años. Siempre el mismo entusiasmo. Apenas cinco días antes de su muerte, lo vieron recorrer a pie el largo camino desde el Lazareto hasta el pueblo. Iba a auxiliar a un enfermo en sus últimos momentos.

El 2 de mayo de 1838 entregó su alma al Creador, precisamente el día que cumplía los setenta y cinco años. Seguramente le esperaba la recompensa de la gloria eterna, porque Él no defraudaría a quien tanto bien había hecho en su nombre. A quien quiso hacer de su vida una repetición continua de la parábola del buen samaritano.

Su muerte conmovió a Puerto Príncipe y durante los días que estuvo expuesto su cadáver en la capilla de San Lázaro miles de camagüeyanos desfilaron ante él, entristecidos.

Aquella multitud, movida por la devoción, cortaba pedazos del hábito del santo -como ya se le llamaba-, para conservarlos como preciada reliquia. Fue necesario adelantar la hora del sepelio para poder contener ese afán del pueblo. Otros, en la imposibilidad de obtener un pedazo del hábito, tocaban el cadáver con flores o con ramas de los árboles cercanos. A pesar de ser mayo, el jardín del hospital tomó la apariencia triste que dan los días de invierno con sus árboles sin hojas. Y acentuó más la desolación que todos sentían. Fue enterrado en la propia capilla del Lazareto.

El recuerdo del Padre Valencia perdura a través de los años en esta ciudad que tanto le debe. Generación tras generación, los camagüeyanos reverencian su nombre y, como le presienten tan cerca de Dios, le invocan a menudo solicitando su intercesión y ayuda. Porque aunque hasta el presente no haya trascendido a la dignidad de los altares, su vida ejemplar nos anima a esperar que algún día se promueva e inicie el proceso de su canonización.

Comisión de Liturgia.
Diócesis de Camagüey.

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