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>Quiénes somos>El Camagüey>El asalto de Puerto Príncipe
José Julio de Herrera y Vilató,
para Camagüeyanos por el Mundo.
Julio de 2007.

En el libro Bucaneros de América de Alexander Olivier Exquemelin, publicado en 1678 por Jan ten Hoorn en Amsterdam, Holanda, bajo el título De Americaensche Zee-Rovers, relata el autor este triste episodio de la historia principeña, del que fue testigo. Describe los desmanes cometidos en el cruento asalto y espantoso saqueo de la antigua villa de Santa María de Puerto Príncipe. En la Parte II, capítulo V, Exquemelin relata que Henry Morgan se encontraba en sus alojamientos de Port Royal, Jamaica, muy perturbado con la noticia de la muerte de su mentor Edvart Mansveldt, de origen holandés, y como Morgan había sido su vice Almirante, fue prontamente elegido por la caterva de rufianes fascinerosos que Mansveldt comandaba para sustituirlo como líder de los corsarios, filibusteros y piratas de Port Royal.
        Henry Morgan
Su interés primordial entonces era fortificar la isla de Santa Catalina, que llamaron Providence, que había ayudado a conquistar, localizada a 220 kilómetros de la Costa de los Mosquitos en Nicaragua, cerca de la ruta de las Flotas de Tierra Firme que iban de Cartagena de Indias hacia La Habana, para que sirviera como refugio y asilo a los piratas de la zona, transformándola en un seguro asiento y almacén de los botines obtenidos con sus rapiñas y asaltos.  Morgan sostuvo una febril correspondencia con los comerciantes de Virginia y Nueva Inglaterra, en busca de una generosa asistencia monetaria para lograr este objetivo. Se podría especular qué razones y argumentos fueron utilizados en sus cartas —que le deben haber hecho reír a quijada batiente con su asistente— con la intención de que los «piadosos puritanos» vaciaran sus monederos bajo el pretexto de que estos ataques para despojar a los españoles católicos eran considerados por la causa protestante como una sacra obligación contra la poderosa Inquisición. Pero antes de lograr sus propósitos, hubo de enterarse de la pérdida de la isla, noticia que de seguro lo puso en búsqueda de nuevas metas a seguir, aunque sin abandonar del todo el proyecto anterior.

Thomas Modyford, Gobernador de Jamaica, abierto protector y cómplice sobornado de la Hermandad de la Costa, le concedió una comisión en 1668, para hacer una expedición mercenaria a las costas españolas del Caribe bajo el pretexto de obtener información de que se fraguaba una excursión contra Jamaica. Morgan contaba con el respaldo de la Hermandad de la Costa, que puso a su disposición una pequeña flotilla anclada en el puerto que gradualmente se avituallaba para salir a cometer sus fechorías; su propio barco ya estaba listo para zarpar. Ni corto ni perezoso, Morgan sale en su navío, ordenando a los otros capitanes que se reúnan con él en unos pequeños cayos al sur de las costas de Cuba. Después de varias semanas se congregó, en el sitio acordado, una flota de doce veleros —el mayor era el Dolphin, un barco español robado, de 50 pies de eslora, que llevaba 8 cañones y pesaba 50 toneladas— con el resto de las embarcaciones: galeras y naos, algunas de pesado tonelaje, tripuladas por 700 marineros en su mayoría ingleses y franceses.

En el consejo celebrado a bordo de la nave capitana, fue sugerido que con tan fuerte contingente guerrero se podría aventurar el asedio del puerto de La Habana, población que ellos pensaban se tomaría con poco esfuerzo, si el ataque se efectuaba de noche y especialmente si iban protegidos por algunos frailes, sacerdotes y monjas apresados de antemano para escudarse detrás de ellos. Algunos miembros del grupo que estuvieron presos en dicho lugar sabían que La Habana no era una presa fácil, ya que contaba con 30,000 habitantes y no se rendiría a tan reducido número de piratas por muy atrevidos que fueran; nada de consecuencia podrían lograr contra semejante objetivo sin contar por lo menos con 1,500 hombres para el asalto. Viendo que este plan no se podía llevar a cabo, uno de los filibusteros sugirió atacar Puerto Príncipe, lugar que aseguraba conocer muy bien. Situado tierra adentro, no muy lejos de la costa, nunca había sido asaltado, y, después de La Habana, era la segunda población en Cuba de mayor riqueza, cuyos habitantes mantenían un floreciente comercio en carnes y cueros que les pagaban en dinero contante y sonante. Aprobada la propuesta por Morgan y sus secuaces principales, se dio orden de alzar ancla, izar las velas, poner proa rumbo hacia ese virginal lugar, y juntos zarparon hasta llegar a Santa María, el puerto más cercano a Puerto del Príncipe, donde anclaron esa noche. Llegaron a su destino mientras los tripulantes embriagados de tanta bebida, con boca suelta, hablaban sobre la empresa planeada a medida que preparaban sus armas y empacaban sus mochilas para efectuar el asalto, siendo escuchados por un español a bordo que habían tomado prisionero en Isla de Pinos, el cual logró deslizarse por una claraboya al mar, evadió milagrosamente los tiburones, y escapó a nado de noche hasta la costa. Conociendo plenamente la trama confabulada, prosiguió hacia Puerto Príncipe para dar la alerta a los vecinos del peligro en que estaban, divulgando hasta el más mínimo detalle los planes de asalto de los piratas que había escuchado, gracias a que esos sanguinarios malhechores ignoraban que él hablaba perfectamente la lengua inglesa.

Tan pronto escucharon el relato de tan oportuno bienhechor, empezaron al instante a esconder en los aljibes sus riquezas y mudaron a sus haciendas sus enseres domésticos con la esperanza de salvar en sitio seguro todo lo que fuera posible. El Teniente Gobernador, enterado del peligro que corrían, levantó voz de aviso a todos los hombres, libres y esclavos, congregando cerca de 800 hombres que dispuso en un plan de defensa. Con parte de la tropa armada decidió apostarse en un espacioso campo con un batallón de caballería desde donde pudieran atisbar a los piratas, sitio por donde forzosamente debían intentar su entrada; mandó cortar árboles en el denso bosque aledaño al camino de la costa y bloquear éste con los troncos para dificultar el avance a la villa; hizo construir promontorios terrestres con trincheras donde instaló varias emboscadas reforzadas con piezas de artillería, repartiendo en ellas el resto de los defensores para atacar a los invasores en su mortífera marcha.

El 29 de marzo de 1668 desembarcó Morgan con sus mercenarios dando comienzo a la marcha forzada de 73 kilómetros hacia la infortunada Puerto Príncipe, y al encontrar el camino intransitable por los árboles cortados y temiendo emboscadas, hizo que se desviaran por el casi impenetrable terreno boscoso cortándose paso con sus machetes, atravesando el bosque con gran dificultad, hasta que lograron salir a una inmensa sabana cubierta de espesos matorrales donde pastaban algunos ganados. Frente a ellos se alzaba a poca distancia el poblado que venían a despojar, pudiendo observar las casas esparcidas en grupos, pocas de gran tamaño, algunas chozas para almacenar mercancías, bohíos para secar tabaco así como iglesias con sus codiciadas campanas de bronce en horcas y espadañas. Frente a los piratas se encontraba el batallón de caballería dispuesto en buen orden, armado con lanzas, espadas, pistolas y arcabuces y listo para atacar. El Teniente Gobernador, viendo la llegada de los invasores, ordenó a la caballería salirles al paso, quedando en las afueras de la ciudad los vecinos, algunos echados en tierra y otros en formación de batalla, con sus picas y mosquetes esperando el comienzo de la acción bélica. Al salir los piratas del bosque, se dispusieron en formación de media luna con los cuernos curvados hacia atrás para evitar que la caballería los atacara por el flanco.

Al repique marcial de los tambores, con pendón y banderas desplegadas al viento, los defensores prepararon sus armas y empezaron su avance lentamente con la idea de desbandar al enemigo y al dispersarlos perseguirlos con la milicia urbana. Al toque de carga, la caballería se lanzó a la ofensiva; los diestros bucaneros abrieron fuego con una descarga de balas que llegaron a sus blancos cayendo algunos jinetes de sus monturas. Aquellos que escaparon con vida de este primer encuentro, penetraron hasta la línea formada por los piratas disparando sus pistolas a quemarropa; dieron vuelta y galoparon para reagruparse. Volvieron a la carga una y otra vez, como valientes y corajudos soldados, pero a cada carga disminuían sus rangos con los certeros disparos de los rufianes del mar, cuyos expertos francotiradores aniquilaban la tropa uno a uno en las retiradas, dejando esparcido el campo con sus cadáveres. Lograron matar al Teniente Gobernador con su casco emplumado en la última escaramuza, a la vez que cortaron la retirada de los restantes defensores al poblado. Después de cuatro horas de arduo combate, derrotan a la quebrantada caballería, y los pocos que logran sobrevivir al mortífero embate intentan buscar refugio en los matorrales cercanos, siendo perseguidos con feroz saña, hasta que todos perecen. Libre el paso, los piratas, con gran estrépito de tambores, se lanzaron sobre la abatida población, recibiendo una furiosa descarga, porque lejos de rendirse, los inexpertos vecinos opusieron gran resistencia, luchando algunos en las calles, mientras otros disparaban desde las azoteas y ventanas del segundo piso de algunas casas.

Cuerpo a cuerpo

Tan dura fue la contienda que los piratas tuvieron que luchar casa por casa, sin que cesaran los vecinos de defenderse, porque viendo al enemigo dentro de la villa, se encerraron en sus moradas para continuar una lucha sin cuartel; hasta que los piratas, que habían tenido muchas bajas, desesperados por terminar la tenaz resistencia, amenazaron con que si no se rendían voluntariamente, no solo incendiarían las casas sino despedazarían a las mujeres y niños en presencia de los demás. Con estas amenazas, viendo la desventajosa posición en que se encontraban y que no iban a evitar ser aplastados por la superioridad de las fuerzas invasoras enemigas, los principeños dieron fin a la lucha, resignándose a su triste destino.

Triste destino
Tan pronto cesaron las hostilidades, todos los vecinos fueron encerrados dentro de dos iglesias y allí mantenidos bajo guardia armada. Subsecuentemente, los piratas empezaron el pillaje, registraron todas las casas y el campo cercano, recogiendo todos los días mucho botín, gran cantidad de abastecimientos y más prisioneros. Todo el vino y licor disponible encontrado fue abierto; empezó el festín y los piratas se dedicaron a divertirse como ellos acostumbraban hacer. Pero tanto festejaron que se olvidaron de los infelices que dejaron encerrados en las iglesias durante el saqueo, pereciendo de hambre muchas mujeres y niños. Aquellos que no murieron fueron llevados a la plaza principal, donde fueron sometidos a crueles torturas para que divulgaran el sitio donde habían escondido sus alhajas, sus ropas y sus muebles, siendo quemados con cerillas ardientes, en fogatas, con hojas de palma flameantes y hierros candentes; martirizados con cuerdas retorcidas y colgados de árboles para dislocarles las coyunturas. Cuando no encontraron nada más que robar, y ya que las provisiones empezaban a escasear, los piratas pensaron que era hora de abandonar el lugar, y exigieron a los hambrientos y desdichados vecinos pagar un rescate, para no ser transportados a Jamaica y vendidos como esclavos, y, además, pagar otro pesado tributo por la villa si no querían que fuera reducida a cenizas. Al escuchar estas amenazas, los vecinos nombraron entre ellos a cuatro de sus compatriotas para que fueran a solicitar el rescate demandado. Para cerciorarse de que regresaran con rapidez, los piratas atormentaron a varios prisioneros con todo el rigor imaginable ante su presencia. Regresando al día siguiente, fatigados de su poco razonable misión, le informan a Morgan que a pesar de buscar por doquier no habían encontrado persona alguna y por lo tanto había resultado infructífera su tarea, proponiéndole que tuviera paciencia; que con certeza, le aseguraban, pagarían su demandado rescate dentro del término de quince días. Morgan accedió a la petición presentada y se contentó con esperar. Pero ocho piratas que regresaron a la villa de sus incursiones cotidianas con mucho botín, habían apresado a un negro que tenía cartas del Gobernador de Santiago de Cuba. Morgan examinó los mensajes que el Gobernador de Santiago dirigía a algunos prisioneros, aconsejándoles dilatar el pago del rescate con excusas y demoras lo más posible, mientras terminaba de organizar los contingentes armados que irían a rescatarlos. Consecuentemente, Morgan ordenó trasladar el botín en carretas para resguardarlo en los bajeles, y reunió a todos los prisioneros en la plaza mayor, exigiendo el rescate para el día siguiente, so pena de incendiar la villa. Como era evidente que no podían levantar semejante suma en tan corto tiempo, Morgan les informó que se contentaría con 500 cabezas de ganado y suficiente sal para curar la carne, insistiendo en que debía de estar todo esto dispuesto para el próximo día, listo para ser transportado al puerto de Santa María, en cuya playa debían entregar lo acordado y desplazarlo a bordo de sus barcos sin la menor demora. Tan pronto termina de dar a conocer sus condiciones, sale con sus hombres para la costa, llevando seis de los principales vecinos como rehenes. Temprano en la mañana del día siguiente, el camino al puerto estaba atestado con el ganado que arreaban los principeños. Algunos bueyes fueron uncidos a las carretas para transportar la sal necesaria. Cuando llegaron con el rescate reclamaron la libertad de los seis rehenes. Morgan deseaba partir antes de que llegaran los refuerzos de Santiago de Cuba, armados y dispuestos a entablar batalla, y se negó a dejar libres a los rehenes hasta que ayudaran a sus hombres con la matanza de las reses y la tarea de salar las carnes, trabajo que terminaron al mediodía con precipitación, abandonando los cueros sobre las cruentas arenas de la playa por falta de tiempo para curarlas antes de la partida y dejando desparramados los despojos destrozados que se disputaban las aves marinas.

Antes de zarpar, Morgan tuvo que sofocar un alboroto suscitado entre un marinero francés que había trabajado en la playa matando las reses y curtiendo las carnes, y un inglés que le había robado el tuétano que había sustraído, manjar favorito entre los galos. No pudiendo soportar semejante ultraje a su persona, lo retó a duelo con espada ahí mismo. Los otros bucaneros dejaron sus labores para observar la pelea. Cuando el francés se volvió para recoger su arma, su adversario lo atravesó con su espada, matándolo al instante. Semejante alevosía trajo por consecuencia que reventara la mala sangre latente entre los franceses y los ingleses. Los galos reclamaban venganza armas en mano dispuestos a agredir a sus otrora aliados británicos. A punto de estallar una divisiva lucha interna, Morgan se interpuso entre los antagonistas y los increpó para que calmaran sus ánimos exaltados y guardaran sus armas. Ordenó cargar de grilletes al asesino, que despachó prisionero a bordo de su barco. Pacificado el motín prometió ahorcar al asesino tan pronto los barcos anclaran en el puerto de Port Royal. A los ingleses les dijo que el criminal era digno del castigo, porque aunque tenía derecho de desafiar a su contrincante, no podía matarlo a traición como había hecho. En medio de muchos murmullos, los amotinados regresaron a sus barcos, llevándose las carnes recién saladas y dejando entonces libres a los seis rehenes. Con un cañonazo de la nave capitana, izaron anclas y se hicieron a la mar. Pararon primero en un muelle de un cayo para dividir lo saquedo. Amontonaron el botín en una gran pila para evaluarlo, descubriendo para su consternación y resentimiento que no era tan rico como habían pensado ya que el valor no pasaba de 50,000 piezas de a ocho en moneda junto con el resto de las mercaderías: una irrisoria cantidad que apenas cubría sus deudas en Jamaica. Disgustados por tan pobre cantidad que tanto trabajo les había costado conseguir, algunos solo maldijeron su suerte y otros despotricaron contra Morgan, murmurando y afirmando que se había quedado con parte del botín.
Despilfarrando el botín
Cuando Morgan intentó convencerlos de emprender otra aventura, los franceses que aún estaban resentidos por lo ocurrido a su colega, objetaron todas las propuestas presentadas de atacar otro lugar antes de regresar a Jamaica y los capitanes franceses manifestaron su deseo de partir compañía, por lo que Morgan, después de prometerles que ajusticiaría al traidor apresado, brindó con ellos, repartiendo la porción correspondiente a cada uno de los aventureros; los franceses se volvieron a sus barcos y recibiendo las salvas de cañonazos de sus colegas, zarparon rumbo a Tortuga para aunarse a las huestes de su pérfido compatriota Jean-David Nau, más conocido en la historia como François l’Ollonais, con fama de ser tan perversamente malévolo que la sola mención de su nombre hacía cundir el pánico. Después de saldar cuentas, Morgan decidió olvidarse del fiasco de Puerto Príncipe y embarcó hacia Jamaica, porque sus tripulantes estaban ansiosos de gastar sus mal habidas ganancias en las inmundas tabernas de Port Royal.

En el primer libro de bautismos de blancos de la Iglesia Parroquial Mayor de Puerto Príncipe, al inicio, aparece escrito: «Entró el enemigo inglés en esta villa el Jueves Santo al amanecer el 29 de marzo de 1668, quemó los libros de bautismos hechos antes, y salió a 1° de abril, mañana de la Resurrección del Señor, que se ha servido librarnos de semejante desdicha. Francisco Galcerán. Después de quemar parcialmente la villa, se llevó un rico botín.»

Ochenta y ocho años más tarde, el Obispo Pedro Agustín Morell de Santa Cruz en su obra Visita Eclesiástica de 1756, recogió algunos pormenores que esclarecen cosas que no menciona Exquemelin: «Luego que los filibusteros se enseñorearon del pueblo, encerraron a todos sus habitantes en dos iglesias (la Parroquial Mayor y San Francisco) donde muchos murieron de hambre, saqueando las casas y contornos sin que quedara cosa de valor que se salvara a su rapacidad. Cuando Morgan se dio cuenta de que no podrían reunir la cuantiosa suma que exigía como rescate, se conformó con incendiar el barrio de Santa Ana, por lo que se perdieron los antiguos archivos de la parroquia y los del Cabildo que se habían ocultado en la maleza; una vez que terminó de robar todo a los pobladores y dejarlos en la más espantosa miseria, abandona el lugar el de abril, llevándose un gran botín con numerosa moneda, alhajas y reses».


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