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>Documentos>La imagen en relieve
Dr. Rolando Morelli, Ph.D.
Abril, 2002.

Las inclemencias del tiempo la habían desgastado, robándole volumen a la figura, y devolviéndole, paradójicamente, una espesura más real. Toda ella sufría de una erosión inevitable, por más intentos que se hicieran por remendar la imagen. ¡Y no debe dudarse que se hicieran esfuerzos en este sentido! Extraordinarios esfuerzos inclusive, para detener el avance de lo inexorable. A pesar de la obstinada lluvia de la última semana, los hombres encargados por el Comité de Orientación y Propaganda del Partido de devolverle a la figura decrépita su apariencia de atleta que nunca había sido, y la juventud que alguna vez fuera, seguían trabajando. Día y noche, y noche y día trabajaban bajo la lluvia con determinación o empecinamiento únicos, como si se tratara de salvar nada menos que los frescos de la Capilla Sixtina.

Dada la composición del grupo habría podido comparársele con más propiedad a la de los míticos constructores de una torre de Babel. El llamado Contingente Internacional, de la Brigada de Restauración y Retocado Urbano "Sacco y Vanzetti", había sido responsabilizado con la terminación en un plazo muy breve, de la monumental tarea restauradora del mural. Casi todos eran hombres y mujeres entusiastas, abocados a su labor de salvamento con un candor verdadero, que podía prescindir de constataciones y tenía una reserva inagotable de entusiasmo. Aunque podían oírse a la vez casi todas las lenguas de la tierra, incluido el español, era el inglés la lengua del común entendimiento, o tal vez aquélla en la que creían entenderse todos cuando más lejos estaban de entender nada.

Lo cierto es que para la tarea de rescatar de su decadencia a la imagen portentosa, lo único que se requería en común era un esfuerzo de concentración profundo que obviara todo cuanto no constituyera en propiedad la imagen y sus atributos. Por eso, los primeros esfuerzos se dirigieron a rehacer la barba. Brocha en mano, los que tal encomienda tenían se aplicaron a ennegrecerla con una base de betún probadamente resistente a los elementos. Al hacerlo, alguno que tal vez leyera español mejor que los demás se percató de que alguna mano anónima había profanado la imagen inscribiendo sobre el rostro, como si se tratara de un tatuaje, un mensaje que debía ser críptico: "Cuando veas las barbas de tu vecino arder, pon las tuyas en remojo". Aquello sólo había podido escribirlo su autor con riesgo de la propia vida, antes de que los andamios de los restauradores llegaran hasta allá arriba. Cuando el betún estuvo seco, cosa que se logró adelantar con ayuda de unos ventiladores concebidos con tal propósito, se colocaron sobre este trasfondo negro cerrado algunas hebras grises que hicieran más creíble el conjunto, pero sin intención realista.

Alrededor de los ojos —ojillos encerrados en los pliegues y cuarteaduras que el papel había concebido por su cuenta a lo largo de una estación interminable— se juntaban las patas de gallina de todo un corral. Marcas que conducían a los ojos como si las convocara la intención de picotear allí, tal vez develando la enorme catarata que los cubría y empañaba. Los restauradores rasparon con cuidado extremo todos aquellos relieves y les aplicaron lijas muy suaves antes de darle a lo que restaba del rostro una textura juvenil, donde no se echara de menos alguna que otra arruga, un lunarejo y hasta pecas ocasionadas por el sol. (No se contempló para nada la posibilidad de consentir verrugas).

En el interior del ojo, sobre la pupila, se descubrió ahora otro letrero atribuible a la misma mano que había pintado el anterior, o a otra cualquiera: "Tú que ves la paja en el ojo ajeno, ¿no alcanzas de una vez a ver la viga en tu propio ojo?". El retocado en el interior del ojo acabó en breve con aquella pintada enervante. Terminada la cara, toda la atención se dirigió de inmediato a la mano alzada y proyectada hacia delante, para dotarla del vuelo oratorio que seguramente le correspondía. Un contratiempo inesperado ocurrió en ese momento, cuando el brazo que la sostenía, saturado por la lluvia que había soportado con anterioridad, comenzó a dar muestras de abatirse y dejó ver unas nervaduras de alambres oxidados y retorcidos por debajo del yeso que las recubría. Con afanoso empeño, los restauradores consiguieron abortar este desastre, y sin pérdida de tiempo procedieron a rehacer el miembro lastimado.

A lo largo del índice, se hallaron nuevamente vestigios del acoso sacrílego. Esta vez les resultó más difícil borrar las huellas de aquella agresión a la imagen, cuyo sentido exacto no alcanzaban a comprender: "Acto vandálico y criminal, es aquél de indicarle a los pueblos el camino de su perdición como el único posible, presentándoselo incluso con los atributos de lo más deseable para engatusarlos y enajenarles así el ejercicio de cualquier razón. Imperdonable, cuando tal acto se comete contra el pueblo que ha depositado ingenuamente su confianza y dejado sus destinos en manos de vándalo criminal". Finalmente, el dedo quedó devuelto a su pasada gloria de abalorios ganados fácilmente. Si los ojos son, al decir de muchos "el espejo del alma", las manos lo son de la edad que en ella se refleja antes que en ninguna otra parte. Éstas volvieron a ser manos agraciadas por una eterna juventud de héroes e inmortales.

Aunque la lluvia se había interrumpido —¿quién podía decir por cuánto tiempo?— después de muchos días de caer y caer, de vez en cuando una ráfaga de viento venía a sacudir febrilmente los andamios, antes de que una calma extraña se aposentara sobre la labor de los restauradores. Para ofrecer protección al mural, mientras se empeñaban en su labor, los hombres habían creado previamente una especie de edificio alrededor del mismo con su techo de hojas de palmera. Una vez acabada la obra, semejante artefacto debería ser desmontado nuevamente para que nada viniera a restarle protagonismo a la imagen restaurada.

Los esfuerzos se dirigieron esta vez hacia la parte media del cuerpo particularmente agredida por los años. Se trataba de rehacer los harapos de que iba vestida la imagen, debajo de los cuales sin embargo, no se transparentaba cuerpo alguno, sino un vacío infinito y sin trasfondo. Lo mismo que el hombre invisible, aquella figura asumía su corporeidad y se hacía presente en todo momento y lugar, sólo gracias al vendaje apretado que le colocaban alrededor del cuerpo los restauradores, y sobre el cual se colocaba ahora el uniforme de campaña y los demás atributos del caudillo. El torso henchido bajo la guerrera parecía alentar con vida nuevamente recibida. Justo debajo de la tetilla izquierda, sin embargo, hallaron inscrito los restauradores un nuevo agravio a la figura: "Aunque la vistan de seda; la momia, momia se queda". Esta vez fue necesario colocar sobre el bolsillo un par de nuevas condecoraciones, improvisándolas, para ocultar el alcance de aquella afrenta que seguramente buscaba serlo.

Junto al ombligo, o al menos en aquel punto que debía corresponderle, fue preciso taponar con abundancia de mortero, a la vez que se borraba un nuevo letrero inscrito en la zona con encarnizamiento: "¡He aquí el ombligo del mundo!" Cuando por fin estuvo reparado el huraco y quedó borrada la pintada alrededor del ombligo, con lo cual quedaba terminado el grueso de su labor, los restauradores se dieron a celebrarlo en grande con todo género de manifestaciones que expresaran su regocijo.

Fue en ese momento que volvieron los vientos con fuerza de tromba, esgrimiendo al andar todos sus látigos a la vez. La techumbre de hojas de palmera se echó a volar con sus alas ripiadas y grises, como un pajarraco enorme asustado por el más agresivo pájaro del vendaval. El entablado construido alrededor de la valla resistió la arremetida oponiéndole la aspereza de su piel y el recurso de sus ángulos y clavos. Pero los vientos no cesaron, y parecían poseer en sí todas las reservas que pertenecen a la tierra y al mar y juntarlas en un haz enorme, en un mazo emblemático que no se fatigaba de golpear. Así pues cayó el valladar con todo estrépito. Si no se oyó fue sólo porque el viento pujó aún más para barrerlo de cuajo. Como garrapatas que se hundieran en la carne, así los restauradores se aferraron a los andamios con brazos, uñas, dientes y piernas, pero el azote del huracán se los llevó en el formidable vuelco de una de sus muchas alas, con andamios y todo.

La figura quedó así desembarazada, tal y como se esperaba que sucediera, de cuanto pudiera restarle protagonismo. Desafiante, con apariencias de dictar un curso único al mismísimo huracán, la imagen se mostró sólida. El dedo erguido podía incluso llegar a pensarse de una insolencia obscena. Los pies, calzados por unas monumentales botas de campaña, a cuyo nivel no habían llegado aún los restauradores cuando dejándose llevar de su entusiasmo decidieron celebrar lo alcanzado, daban la impresión de hallarse bien plantados sobre la tierra. Cuando el huracán pasó al fin, allí seguía estando en pie la imagen intacta. Intacta no, sino más bien, poco más o menos que como era antes de la labor de restauración. Dicho proceso, sin embargo, una vez terminado (y sin dudas a causa de los efectos combinados de la lluvia y el viento) incluso hacía resaltar ahora la decadencia precedente. Una verdadera plaga de pintadas se encarnizaba en la piel nuevamente desarropada. Nadie hubiera podido decir de qué modo, ni en qué momento aparecieron allí como una sarna persistente. ¿Habían estado siempre allí bajo el embarrado, o como salidas de un cuento de O'Henry las había pintado alguien a lo largo de aquella noche de vientos huracanados? ¿Con qué propósito?

El mural quedaba alejado de todo, en el camino hacia todas partes, y aunque la gente estaba obligada a tropezarse siempre con él y a mirarlo, hacía mucho tiempo que no lo veía. Por eso, los días siguientes, cuando el deterioro de la figura mendicante se acentuó aún más hasta dejarla en puros flejes, y la escayola comenzó a saltar alegremente, sólo un niño acertó a verla. Como su abuelita le había contado aquello del emperador que iba sin ropas creyéndose el mejor vestido del mundo, el niño pudo ver la semejanza. —¡Mami! ¡Mami! —dijo, para hacerse oír de alguien en quien podía confiar. Y aunque la madre estaba muy atareada, alzó un instante los ojos para hallar los de su hijo—. ¡Mira! —añadió aquél con un entendimiento que parecía más propio de persona de mayor edad—. ¡El emperador anda en cueros!

Una carcajada salió entonces del pecho de uno que había alcanzado a oír lo dicho por el niño, y comprobado por sí mismo que aquél tenía razón. Muy pronto, una multitud carcajeante se había reunido en torno a la imagen, que habiendo resistido a los vientos del huracán recién pasado, acabó cediendo ante la avalancha de risas que su apariencia precipitaba. Una mole de yeso, argamasa y fierros retorcidos se vino a tierra como si alguien la hiciera detonar hacia dentro en cámara medio lenta. Grano a grano, según parecía, se la vio vacilar hacia su definitivo derrumbe, pero aquél era ya inevitable.

—Se cayó por su propio peso— dijo alguien, tal vez para poner un toque de seriedad en aquello que se decía a diestra y a siniestra. —No. ¡La tumbó el ridículo!— observó la madre de aquel niño que primero había visto bajo las apariencias de la imagen, al tiempo que le acariciaba a la criatura la cabeza, y le hacía un guiño cómplice que ninguno otro tenía que entender.