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>Del saber>Heredia en los Estados Unidos
María C. Dominicis,
para Camagüeyanos por el Mundo.
Nueva York, febrero de 2004.

José María Heredia llega a Boston en una goleta, vestido de marinero, el 4 de diciembre de 1823. Ha escapado de Cuba porque en Matanzas se ha dictado prisión contra él, acusándosele de ser miembro de los Caballeros Racionales, una prolongación de los Soles y Rayos de Bolívar. En su corta existencia -no ha cumplido aún los 20 años- sólo ha vivido unos seis años en Cuba, contando los dos primeros, que pasó en Santiago de Cuba, ciudad donde nació. Son admirables la nostalgia por la Isla y el acendrado amor por ella en un joven, hijo de dominicanos, que había nacido en Cuba accidentalmente y había residido, antes de radicarse en Matanzas, en lugares tan disímiles como Pensacola, Santo Domingo, Venezuela y Veracruz.

José María Heredia


La fuente principal para conocer la vida de Heredia en los Estados Unidos son sus cartas. Hijo amoroso, escribe periódicamente a doña Mercedes, su madre. Escribe también algunas cartas personales a sus hermanas y a sus amigos y otro tipo de cartas, al estilo de crónicas de viaje, cuyo destinatario no conocemos con certeza, aunque probablemente sea su tío Ignacio. El padre de José María, probo magistrado, no había dejado al morir bienes de fortuna, y este hermano de su madre, Ignacio Heredia y Campuzano, dueño de un cafetal en Matanzas, había asumido el papel de padre para proteger a la viuda y a los huérfanos.

Una constante en las cartas del poeta desde los Estados Unidos es la expresión de su aversión al frío. Debemos recordar que en la primera mitad del siglo XIX no había calefacción central, agua caliente en las tuberías, ni otras comodidades de la vida moderna. El poeta dice en una ocasión, que su letra es casi ilegible, porque el frío le hace temblar la mano; en otra, que no puede seguir escribiendo porque la tinta se ha helado en el tintero. Se le entumece el cuerpo de estar constantemente sentado junto a la chimenea, el único sitio caliente de la casa. Frecuentemente comenta con su madre sus intenciones de escapar a climas más calidos; en sus planes figura Santo Domingo y hasta Charleston, en Carolina del Sur. Esta última ciudad la elimina al poco tiempo, porque se ha enterado de que, aunque Charleston está bastante al sur, allí también hay invierno, más moderado, pero invierno al fin y al cabo.

Dejando aparte el frío, la impresión que tiene Heredia de los Estados Unidos es bastante positiva. En Boston, comenta que todas las casas tienen tarjas o carteles que indican el nombre y la profesión u oficio de los que viven en ellas, lo cual le parece muy práctico y conveniente. En Nueva York, describe un mitin de protesta para defender al alcalde De Wit Clinton y se asombra de que todo se haga tan ordenada y pacíficamente. Hasta comenta que los cuchillos de mesa tienen en este país la punta roma para evitar, según él, que se utilicen como arma.

En abril de 1824, Heredia viaja a Filadelfia y describe con admiración la ciudad. En un museo ha visto por primera vez un mamut, que le ha causado gran impresión. El viaje de Nueva York a Filadelfia lo hace por el río, y al pasar por Bordentown, habla de José Bonaparte, el hermano de Napoleón, que reside allí.

Heredia está ahora en Nueva York. Con la llegada del verano, el joven exiliado disfruta al máximo de la ciudad; describe los jardines y aires libres de Broadway y el mercado de pescado de Fulton, que le gusta mucho. Ya ha aprendido bastante inglés y no usa el francés para comunicarse con la gente, como hacía a raíz de su llegada. En noviembre consigue trabajo enseñando español en un colegio, y poco después publica sus poesías. Se trata de una edición con fines didácticos: en el prólogo explica que ha usado profusión de acentos para facilitarles la pronunciación a los estudiantes norteamericanos. En este tomo de poesías aparece la Oda al Niágara, de la cual hablaremos a continuación.

El 2 de junio de 1824, Heredia le había escrito a su madre, anunciándole que su viaje al Niágara sería en tres o cuatro días. A su hermana, le pedía que leyera la descripción de las cataratas en el Atala de Chateaubriand. El poeta no vuelve a hablar de su viaje en otra carta personal; la narración del mismo aparece en forma de diario de viaje, comenzando en Utica el 11 de junio de 1824.

La cuestión de la excursión de Heredia al Niágara parece muy simple, pero no lo es. Todos conocemos la oda grandiosa que lo inmortalizó; es sabido que anunció que iría, pero algunos estudiosos han puesto en duda que haya llevado a cabo el viaje.

Las excursiones al Niágara eran muy populares en aquel entonces. Se acababa de construir un canal que conectaba el río Hudson con el lago Erie y esto ponía en comunicación el puerto de Nueva York con el resto del estado. Las consecuencias para el comercio y el transporte de mercancías fueron fabulosas. En cuanto a las excursiones al Niágara, parte del trayecto se hacía en embarcaciones que iban por el canal; otra sección del trayecto se hacía en botes tirados lateralmente por caballos desde la orilla.

El diario de viaje de Heredia es detallista en extremo: describe el río Hudson, las ciudades por donde pasa, la geografía; indica las distancias exactas de un sitio a otro. Pero... no es un trabajo original, sino una traducción casi literal de otros diarios de viaje de la época. El mismo Heredia menciona a John Howison, de quien ha tomado mucho, y quien publicó su narración en 1822; menciona también a Chateaubriand, cuya descripción de las cataratas sigue fielmente. El copiar diarios de viaje parece haber sido práctica aceptada en la época. Fenimore Cooper, por ejemplo, copia en 1839 las descripciones de la región que hizo el Padre Hennepin dos siglos antes.

Es la falta de originalidad en el diario de viaje de Heredia lo que ha motivado la sospecha de que el poeta no haya viajado realmente, pero no creo que esto sea argumento suficiente. Sabemos que Heredia era traductor por vocación y que ya a los siete años traducía a Homero. En una de sus cartas desde Nueva York, anuncia que está traduciendo al poeta Ossian. No es de extrañar que haya aplicado su afición por las traducciones a su diario de viaje. Por otra parte, hay que señalar que en la narración aparecen intercalados comentarios personales. Por ejemplo, al hablar del proceso para extraer el almíbar del maple que dice haber presenciado, Heredia comenta que esta manera de obtener azúcar no les gustaría mucho a los cubanos, por ser competencia para el producto nacional. En otro pasaje, habla de la abundancia de palomas torcazas, que le traen a la mente las cotorras de Matanzas. También nos dice que no siente al contemplar el paisaje la mano de hierro que oprimía su corazón en los campos de Cuba.

En cuanto a la Oda al Niágara, es la composición más famosa de Heredia y la que lo ha inmortalizado, aunque no es necesariamente la mejor. Cierto es que Martí, que llamó a Heredia “el primer poeta de América”, alabó este poema sobremanera; cierto es también que William Cullen Bryant, un gran poeta y perodista norteamericano de la época que tradujo el poema al inglés, consideraba la Oda al Niágara “el mejor poema que se ha escrito sobre la gran catarata americana”. En realidad, las opiniones positivas a nivel mundial sobre esta obra de Heredia son abrumadoras y los cubanos podemos sentirnos orgullosos de la fama de nuestro bardo.

Hay, sin embargo, en la Oda al Niágara demasiadas exclamaciones, cierto exceso emocional del gusto romántico, un tono grandilocuente que no suena sincero. En realidad, es una composición impersonal, si exceptuamos algunos momentos felices de sentimiento genuino, como la mención a las palmas ausentes. Personalmente, prefiero otros poemas de Heredia, como el Himno del Desterrado, que transcribo a continuación. Este himno lo compuso el poeta cuando la nave que lo llevaba a México pasaba cerca de las costas cubanas. Los que hemos sufrido en carne propia el trauma del exilio, podemos apreciar bien el dolor que invadía el alma de Heredia cuando escribía estas estrofas.

Himno del Desterrado
Septiembre, 1825.

Reina el sol, y las olas serenas
corta en torno la proa triunfante,
y hondo rastro de espuma brillante
va dejando la nave en el mar.
«¡Tierra!» claman; ansiosos miramos
al confín del sereno horizonte,
y a lo lejos descúbrese un monte...
Le conozco... ¡Ojos tristes, llorad!

Es el Pan... En su falda respiran
el amigo más fino y constante,
mis amigas preciosas, mi amante...
¡Qué tesoros de amor tengo allí!
Y más lejos, mis dulces hermanas
y mi madre, mi madre adorada,
de silencio y dolores cercada
se consume gimiendo por mí.

Cuba, Cuba, que vida me diste,
dulce tierra de luz y hermosura,
¡Cuánto sueño de gloria y ventura
tengo unido a tu suelo feliz!
¡Y te vuelvo a mirar...! ¡Cuán severo
hoy me oprime el rigor de mi suerte!
La opresión me amenaza con muerte
en los campos do al mundo nací:

Mas, ¿qué importa que truene el tirano?
Pobre, sí, pero libre me encuentro:
Sola el alma del alma es el centro:
¿Qué es el oro sin gloria ni paz?
Aunque errante y proscripto me miro,
y me oprime el destino severo,
por el cetro del déspota ibero
no quisiera mi suerte trocar.

Pues perdí la ilusión de la dicha,
dame ¡oh gloria! tu aliento divino.
¿Osaré maldecir mi destino,
cuando puedo vencer o morir?
Aun habrá corazones en Cuba
que me envidien de mártir la suerte,
y prefieran espléndida muerte
a su amargo, azaroso vivir.

De un tumulto de males cercado
el patriota inmutable y seguro,
o medita en el tiempo futuro,
o contempla en el tiempo que fue,
cual los Andes en luz inundados
a las nubes superan serenos,
escuchando a los rayos y truenos
retumbar hondamente a su pie.

¡Dulce Cuba! En tu seno se miran
en su grado más alto y profundo,
la belleza del físico mundo,
los horrores del mundo moral.
Te hizo el Cielo la flor de la tierra:
Mas tu fuerza y destinos ignoras,
y de España en el déspota adoras
al demonio sangriento del mal.


¿Ya qué importa que al cielo te tiendas,
de verdura perenne vestida,
y la frente de palmas ceñida
a los besos ofrezcas del mar,
si el clamor del tirano insolente,
del esclavo el gemir lastimoso,
y el crujir del azote horroroso
se oye sólo en tus campos sonar?

Bajo el peso del vicio insolente
la virtud desfallece oprimida,
y a los crímenes y oro vendida
de las leyes la fuerza se ve.
Y mil necios, que grandes se juzgan
con honores al peso comprados,
al tirano idolatran, postrados
de su trono sacrílego al pie.

Al poder el aliento se oponga,
y a la muerte contraste la muerte:
la constancia encadena la suerte;
siempre vence quien sabe morir.

Enlacemos un nombre glorioso
de los siglos al rápido vuelo:
elevemos los ojos al cielo,
y a los años que están por venir.

Vale más a la espada enemiga
presentar el impávido, pecho,
que yacer de dolor en un lecho,
y mil muertes muriendo sufrir.
Que la gloria en las lides anima
el ardor del patriota constante,
y circunda con halo brillante
de su muerte el momento feliz.

¿A la sangre teméis...? En las lides
vale más derramarla a raudales,
que arrastrarla en sus torpes canales
entre vicios, angustias y horror.
¿Qué tenéis? Ni aun sepulcro seguro
en el suelo infelice cubano.
¿Nuestra sangre no sirve al tirano
para abono del suelo español?

Si es verdad que los pueblos no pueden
existir sino en dura cadena,
y que el Cielo feroz los condena
a ignominia y eterna opresión,
de verdad tan funesta mi pecho
el horror melancólico abjura,
por seguir la sublime locura
de Washington y Bruto y Catón.

¡Cuba! Al fin te verás libre y pura
como el aire de luz que respiras,
cual las ondas hirvientes que miras
de tus playas la arena besar.
Aunque viles traidores le sirvan,
del tirano es inútil la saña,
que no en vano entre Cuba y España
tiende inmenso sus olas el mar.



Heredia permaneció en los Estados Unidos poco menos de dos años. En agosto de 1825, gracias a gestiones de amigos, el presidente mexicano Guadalupe Victoria le ofreció un puesto gubernamental. Se abrió así otra etapa en la vida del bardo cubano, etapa desgraciada, por cierto, que culminó en su muerte a la temprana edad de 36 años.

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He consultado para las cartas el tomo II de sus Obras Completas, publicadas en la Habana en 1839, en el centenario de la muerte del poeta.