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>Del saber>Paraíso con champola
Ana Victoria Delmonte,
para Camagüeyanos por el Mundo.

La guanábana cogí
para que hicieras champola:
estabas tan triste y sola,
tocando el piano por mí.
Tenía un tamaño así,
y mira: cógele el peso.
Es un erizo travieso
con reflejos de mar verde:
cuando la boca lo muerde,
es como si le diera un beso.

Isidoro Núñez


Siempre que llegaba yo a casa de mi abuela Dora descubría una variedad de frutas que no eran comunes en el mercado. Peras chinas, anoncillos, y nísperos; caimitos y guanábanas. Algunas crecían en su patio, como la mata de pera china, que daba frutos todo el año, si recuerdo bien. Pero a mi hermana y a mí no nos gustaban mucho las peras chinas. El manjar predilecto en casa de abuela se preparaba con guanábana.

Las tardes en la casona de la Vigía se pasaban entre siestas, disfraces y recetas de cocina. Después del tradicional arroz con pollo venía la siesta. Nos dormíamos con el ruido del viejo ventilador, que más que echar aire, exhalaba sus últimas brisas. El recuerdo es todavía vívido: el aire en la cara; el alma adormecida cerca del ventanal del cuarto, en una ciudad que casi se inmovilizaba para celebrar esta antigua tradición de la siesta.

La tarde era de disfraces: sombreros finos, de otra época; trajes gastados pero que conservaban todavía la elegancia y el brillo, y que nos hacían soñar con castillos y bailes. La tarde era también para saborear la deliciosa y dulce champola que preparaba abuela. Nunca pude ver cómo un fruto tan compacto se convertía en champola; yo sólo disfrutaba la textura de carne blanca que escondía en el centro un corazón negro. Y mientras nosotros tomábamos champola, abuela tocaba una pieza en el piano. Me gustaba oír el sonido que hacían sus uñas bien cuidadas en el marfil del instrumento. Era como el acompañamiento de la pieza.

A veces nos escapábamos del piano para ir a buscar con abuelo lagartijas en el jardín de rosas que había en el pasillo. Él las enlazaba con una ramita. La caza era todo un evento cuando se trataba de camaleones verdirrojos. Y a la sombra de los rosales nos quedábamos quietos, esperando por el camaleón, que se quedaba tranquilo escuchando las notas finales del piano de abuela y embelesado caía en el nudo corredizo; sin hacerle daño lo observábamos, para darle después la libertad.

Y en la noche, los grillos cantaban al compás de un violín que mi abuelo tocaba para dormirnos, y debajo de los mosquiteros volvíamos a soñar con camaleones, vestidos, sombreros y la carne blanca de la guanábana.